Querría empezar mi intervención explicando un episodio que sucedió este verano en el sur de Italia: a mediados de agosto se produce una nueva llegada de refugiados de Siria y de Egipto, por primera vez llegan directamente a las playas sicilianas. Algunos bañistas ven la embarcación no muy lejos de la orilla. Todo pasa muy rápido: empieza primero uno, luego dos y luego como por un contagio inmediato se forma una auténtica cadena humana para ayudar, para socorrer, para poner a salvo a las personas, sobre todo a los niños. Los medios de comunicación captan la escena. Nuestro presidente de la república se muestra asombrado por esta solidaridad espontánea y emocionante, y para subrayar la importancia de lo sucedido quiso hacer un comunicado: "la acogida a los refugiados –dijo– honra a Italia". Es una buena noticia. Un episodio similar había tenido lugar en Catania pocos días antes.
El responsable de nuestra Comunidad de Sant'Egidio de Catania me llamó por teléfono para explicarme que aquella misma mañana –muy pronto, hacia las 6.30– un joven de 16 años lo había despertado para comentar la noticia de la llegada de un barco de refugiados pero sobre todo quería saber cómo echar una mano. Empieza así una cadena telefónica y, al cabo de apenas una hora, en el muelle, esperando al barco hay 50 jovencísimos dispuestos a ayudar. ¿Qué está pasando? Algo ha cambiado, parece que hay un clima distinto hacia quien busca esperanza y futuro. "La predicación del odio" –como la ha definido en varias ocasiones Andrea Riccardi– parece haber perdido fuerza.
Solo tres años atrás había levantado gran revuelo una historia de signo opuesto. En las playas de Nápoles, dos pequeñas niñas gitanas, Violetta y Cristina, se habían ahogado ante la indiferencia general; los bañistas continuaron tomando el sol y hablando por teléfono. También en aquella ocasión los medios de comunicación captaron la escena. Y el cardenal de Nápoles, Sepe, con atención de pastor, quiso destacar la gravedad de aquella indiferencia.
Hay un clima nuevo: se percibe, se ve. Además, el papa Francisco, con su visita de este año a principios de julio a Lampedusa puso en movimiento las conciencias y los corazones. Alguien ha destacado esta coincidencia: voces, palabras y gestos distintos han llegado a sostener un nuevo enfoque más solidario hacia quien es migrante.
Hay un pasaje del mensaje del papa Francisco con motivo de la jornada internacional de los migrantes y de los refugiados de 2014 que me parece significativo para la reflexión de esta mesa redonda: "La realidad de las migraciones –dijo el papa Francisco– con las dimensiones que asume en nuestra época de la globalización, debe ser afrontada y gestionada de manera nueva, justa y eficaz, exige ante todo una cooperación internacional, un espíritu de profunda solidaridad y compasión".
Hay, pues, tres indicaciones que hay que recuperar y relanzar: cooperación internacional, solidaridad y compasión.
La cooperación internacional debe recuperar su sentido y vigor empezando por las migraciones. Eso comporta ayudar más a los países pobres que son también los países de los que provienen los migrantes. La Unión Europea, en una última recomendación, invita a todos los estados a trabajar en el diálogo y en la cooperación internacional para encontrar prioridades comunes.
El Espíritu de solidaridad (que, como dice el papa Francisco, no es una palabrota) debe poderse expresar de manera renovada. Hace falta una nueva solidaridad en Europa sobre el tema de las migraciones entre países del sur y del norte europeo para plantear juntos una nueva manera de acoger. Este verano un barco de la marina militar italiana fue a Malta a buscar a un grupo de más de 100 refugiados y los llevó a Italia para aliviar a la pequeña isla de una presión demasiado fuerte. Malta, en efecto, tiene la proporción de refugiados más alta respecto a la población, si la comparamos con los demás países europeos. En Malta hay más de 2080 refugiados sobre un total de poco más de 400.000 habitantes, mientras que la media europea es de 660 refugiados por millón de habitantes.
La compasión. Me impresionó fuertemente este término que utilizó el Papa: "como sociedad debemos recuperar el camino de la compasión" y me planteé personalmente la cuestión. "Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de "sufrir con": la globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar". En Lampedusa el Papa utilizó estas palabras para llorar los muertos en el mar Mediterráneo. La Comunidad de Sant'Egidio hace muchos años que intenta mantener un espacio de compasión rezando y recordando a aquellos que mueren durante los viajes de la esperanza. La oración "morir de esperanza" es ya una tradición significativa para celebrar el día internacional de los refugiados en muchas ciudades italianas y europeas. La compasión ha vuelto este verano al sur de Italia. La compasión puede ser el termómetro para valorar nuestra actitud personal y la de nuestras sociedades.
La valentía de la esperanza. Ese es título realmente oportuno de estas jornadas.
Europa debe ser más atrevida y debe tener más valentía en estos temas. Y pienso en dos propuestas. La primera consiste en crear un sistema europeo de centros de primera acogida para aquellos que llegan al territorio de la Unión. El actual sistema prevé que la Unión financie centros de acogida para refugiados en Libia o en países de tránsito externos a Europa y lo hace por miedo a un aflujo masivo que, de todos modos, llega igualmente.
Se podría empezar por Lampedusa o por Sicilia con un centro de primera acogida europeo y no solo italiano. La Comunidad de Sant'Egidio, con otras asociaciones, ya ha presentado esta propuesta, y este es tal vez el "momento oportuno" para afrontar situaciones viejas y nuevas al mismo tiempo.
Un segundo paso podría ser el de establecer en todo el territorio de la Unión europea un sistema de reasentamiento de los refugiados que llegan a un país y que luego, en poco tiempo, podrían ser trasladados a otros países europeos. De ese modo se ayudaría a los países que por motivos geográficos están más expuestos al fenómeno en la riba sur y –algo muy importante– se evitaría que los refugiados cayeran en las redes de la criminalidad y del tráfico de personas. El viaje de un refugiado, efectivamente, la mayoría de veces no termina con la entrada en un país de la Unión. Para llegar al país de destino final, por ejemplo Suecia o Alemania, debe pagar a mediadores y hacer peligrosos viajes. En la pequeña isla de Lampedusa un grupo de menores eritreos me confiaban el pasado julio su intención de esconderse bajo camiones para llegar a Sicilia.
En los últimos años se ha llevado a cabo una pequeña experiencia de reasentamiento –seguramente demasiado tímida– para recolocar en otros países europeos a refugiados que habían llegado a la isla de Malta. Pero en 4 años los países de la Unión (¡27 países!) admitieron en total solo a 500 refugiados, y disminuyeron progresivamente cada año su disponibilidad de entrada. Se plantea, pues, el tema de la solidaridad entre los diferentes estados europeos, hasta el punto de que la Comisión Europea lo destaca como un problema en el último informe sobre inmigración y asilo (COM (2013) 422 final Comunicación de la Comisión al Parlamento europeo en el Consejo - Cuarto informe anual sobre inmigración y asilo (2012)).
En 2001 pidieron asilo en la UE 450 mil personas, mientras que en 2012, que ha experimentado un leve aumento, pidieron asilo 330 mil personas, un 27% menos respecto a 2001. No hay invasión. Es necesario, pues, que los países europeos se reúnan, que superen sus desconfianzas y encuentren nuevas vías para acoger e integrar a refugiados e inmigrantes. No repito lo que todos ya sabemos: que la población europea envejece progresivamente, que disminuye la población en edad laboral (15-64 años) y que disminuyen los nacimientos. Todo eso lleva a decir que la migración, en parte, es necesaria para nuestro continente. Es necesario, pues, que seamos solidarios y cooperemos para encontrar caminos equilibrados para los ciudadanos europeos y para los migrantes.
Integración es la segunda palabra que forma parte del título de esta mesa redonda.
Los próximos 3 y 4 de octubre en Nueva York, en la ONU, se hablará de inmigración en un diálogo a alto nivel para hacer un análisis de la situación mundial. El binomio migración y desarrollo forma parte de la agenda global.
La ONU nos da algunos datos y dice que la inmigración a nivel mundial aumentó constantemente entre 2000 y 2010, mientras que ha disminuido entre 2010 y 2013.
Cabe destacar que la migración ha aumentado aún más entre los países sur-sur (de Indonesia hacia Malasia, de Senegal hacia Costa de Marfil) respecto a la que va del sur hacia el norte (EEUU, Europa, etc). El número es prácticamente igual en los dos hemisferios. Los inmigrantes que nacieron en el sur del mundo y que viven en el sur del mundo son más de 82 millones. Los inmigrantes que nacieron en el sur del mundo y que viven en el norte del mundo son poco menos de 82 millones. Hay como un reequilibrio global: el mundo cambia y las condiciones de vida de países históricamente pobres mejoran, atrayendo así a inmigrantes. ¿Y Europa? En este contexto debe replantearse su papel. En el último informe anual sobre la situación de la inmigración y del asilo la Comisión se plantea incluso el problema de cómo retener a los inmigrantes y, especialmente, a aquellos que han estudiado en los países europeos, y aún más explícitamente se plantea el problema de cómo atraer a los inmigrantes. Eso es válido también para Italia, que cada vez más ve cómo los hijos de los inmigrantes –sobre todo asiáticos– se van porque los padres los envían a estudiar a lugares donde se enseña inglés.
Europa debe encontrar la valentía de hacer un paso hacia delante y decir nuevamente: "Bienvenidos". Con normativas concretas que faciliten la entrada, la permanencia y la integración.
Tal vez ha llegado el momento de pensar en una nacionalidad europea a través de una ley europea sobre nacionalidad, un pasaporte europeo que permita realmente la libre circulación a los europeos y a los ciudadanos no comunitarios pero que son residentes desde hace mucho tiempo. Hoy ya son más de 50 millones, los ciudadanos de origen extranjero que viven en los países europeos.
Todos los documentos internacionales y europeos hablan de la inmigración como un recurso para los países que acogen y para los países de origen. Creo que eso es muy cierto. Hay que trabajar, hay que tener valentía y esperanza para que la actitud de los hombres y de los estados cambie. Hay que salir, en definitiva, de un bloqueo consolidado que parece haberse convertido en algo estructural. Hay que salir –también los países ricos– como hizo el anciano Abrahán. En el libro del Génesis leemos que "el Señor dijo a Abrahán: Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición". Abrahán es la figura del migrante. Pero creo que en un cierto sentido puede considerarse también la figura de los europeos. Acoger, sostener, ayudar es en un cierto sentido encontrar la valentía de salir e ir hacia una tierra y una vida desconocida y bendita. Abrahán tenía 75 años cuando se fue hacia nuevos horizontes. La "vieja" Europa –como alguien la ha definido– puede ir con valentía hacia una nueva acogida, una nueva solidaridad y una nueva integración.
El responsable de nuestra Comunidad de Sant'Egidio de Catania me llamó por teléfono para explicarme que aquella misma mañana –muy pronto, hacia las 6.30– un joven de 16 años lo había despertado para comentar la noticia de la llegada de un barco de refugiados pero sobre todo quería saber cómo echar una mano. Empieza así una cadena telefónica y, al cabo de apenas una hora, en el muelle, esperando al barco hay 50 jovencísimos dispuestos a ayudar. ¿Qué está pasando? Algo ha cambiado, parece que hay un clima distinto hacia quien busca esperanza y futuro. "La predicación del odio" –como la ha definido en varias ocasiones Andrea Riccardi– parece haber perdido fuerza.
Solo tres años atrás había levantado gran revuelo una historia de signo opuesto. En las playas de Nápoles, dos pequeñas niñas gitanas, Violetta y Cristina, se habían ahogado ante la indiferencia general; los bañistas continuaron tomando el sol y hablando por teléfono. También en aquella ocasión los medios de comunicación captaron la escena. Y el cardenal de Nápoles, Sepe, con atención de pastor, quiso destacar la gravedad de aquella indiferencia.
Hay un clima nuevo: se percibe, se ve. Además, el papa Francisco, con su visita de este año a principios de julio a Lampedusa puso en movimiento las conciencias y los corazones. Alguien ha destacado esta coincidencia: voces, palabras y gestos distintos han llegado a sostener un nuevo enfoque más solidario hacia quien es migrante.
Hay un pasaje del mensaje del papa Francisco con motivo de la jornada internacional de los migrantes y de los refugiados de 2014 que me parece significativo para la reflexión de esta mesa redonda: "La realidad de las migraciones –dijo el papa Francisco– con las dimensiones que asume en nuestra época de la globalización, debe ser afrontada y gestionada de manera nueva, justa y eficaz, exige ante todo una cooperación internacional, un espíritu de profunda solidaridad y compasión".
Hay, pues, tres indicaciones que hay que recuperar y relanzar: cooperación internacional, solidaridad y compasión.
La cooperación internacional debe recuperar su sentido y vigor empezando por las migraciones. Eso comporta ayudar más a los países pobres que son también los países de los que provienen los migrantes. La Unión Europea, en una última recomendación, invita a todos los estados a trabajar en el diálogo y en la cooperación internacional para encontrar prioridades comunes.
El Espíritu de solidaridad (que, como dice el papa Francisco, no es una palabrota) debe poderse expresar de manera renovada. Hace falta una nueva solidaridad en Europa sobre el tema de las migraciones entre países del sur y del norte europeo para plantear juntos una nueva manera de acoger. Este verano un barco de la marina militar italiana fue a Malta a buscar a un grupo de más de 100 refugiados y los llevó a Italia para aliviar a la pequeña isla de una presión demasiado fuerte. Malta, en efecto, tiene la proporción de refugiados más alta respecto a la población, si la comparamos con los demás países europeos. En Malta hay más de 2080 refugiados sobre un total de poco más de 400.000 habitantes, mientras que la media europea es de 660 refugiados por millón de habitantes.
La compasión. Me impresionó fuertemente este término que utilizó el Papa: "como sociedad debemos recuperar el camino de la compasión" y me planteé personalmente la cuestión. "Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de "sufrir con": la globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar". En Lampedusa el Papa utilizó estas palabras para llorar los muertos en el mar Mediterráneo. La Comunidad de Sant'Egidio hace muchos años que intenta mantener un espacio de compasión rezando y recordando a aquellos que mueren durante los viajes de la esperanza. La oración "morir de esperanza" es ya una tradición significativa para celebrar el día internacional de los refugiados en muchas ciudades italianas y europeas. La compasión ha vuelto este verano al sur de Italia. La compasión puede ser el termómetro para valorar nuestra actitud personal y la de nuestras sociedades.
La valentía de la esperanza. Ese es título realmente oportuno de estas jornadas.
Europa debe ser más atrevida y debe tener más valentía en estos temas. Y pienso en dos propuestas. La primera consiste en crear un sistema europeo de centros de primera acogida para aquellos que llegan al territorio de la Unión. El actual sistema prevé que la Unión financie centros de acogida para refugiados en Libia o en países de tránsito externos a Europa y lo hace por miedo a un aflujo masivo que, de todos modos, llega igualmente.
Se podría empezar por Lampedusa o por Sicilia con un centro de primera acogida europeo y no solo italiano. La Comunidad de Sant'Egidio, con otras asociaciones, ya ha presentado esta propuesta, y este es tal vez el "momento oportuno" para afrontar situaciones viejas y nuevas al mismo tiempo.
Un segundo paso podría ser el de establecer en todo el territorio de la Unión europea un sistema de reasentamiento de los refugiados que llegan a un país y que luego, en poco tiempo, podrían ser trasladados a otros países europeos. De ese modo se ayudaría a los países que por motivos geográficos están más expuestos al fenómeno en la riba sur y –algo muy importante– se evitaría que los refugiados cayeran en las redes de la criminalidad y del tráfico de personas. El viaje de un refugiado, efectivamente, la mayoría de veces no termina con la entrada en un país de la Unión. Para llegar al país de destino final, por ejemplo Suecia o Alemania, debe pagar a mediadores y hacer peligrosos viajes. En la pequeña isla de Lampedusa un grupo de menores eritreos me confiaban el pasado julio su intención de esconderse bajo camiones para llegar a Sicilia.
En los últimos años se ha llevado a cabo una pequeña experiencia de reasentamiento –seguramente demasiado tímida– para recolocar en otros países europeos a refugiados que habían llegado a la isla de Malta. Pero en 4 años los países de la Unión (¡27 países!) admitieron en total solo a 500 refugiados, y disminuyeron progresivamente cada año su disponibilidad de entrada. Se plantea, pues, el tema de la solidaridad entre los diferentes estados europeos, hasta el punto de que la Comisión Europea lo destaca como un problema en el último informe sobre inmigración y asilo (COM (2013) 422 final Comunicación de la Comisión al Parlamento europeo en el Consejo - Cuarto informe anual sobre inmigración y asilo (2012)).
En 2001 pidieron asilo en la UE 450 mil personas, mientras que en 2012, que ha experimentado un leve aumento, pidieron asilo 330 mil personas, un 27% menos respecto a 2001. No hay invasión. Es necesario, pues, que los países europeos se reúnan, que superen sus desconfianzas y encuentren nuevas vías para acoger e integrar a refugiados e inmigrantes. No repito lo que todos ya sabemos: que la población europea envejece progresivamente, que disminuye la población en edad laboral (15-64 años) y que disminuyen los nacimientos. Todo eso lleva a decir que la migración, en parte, es necesaria para nuestro continente. Es necesario, pues, que seamos solidarios y cooperemos para encontrar caminos equilibrados para los ciudadanos europeos y para los migrantes.
Integración es la segunda palabra que forma parte del título de esta mesa redonda.
Los próximos 3 y 4 de octubre en Nueva York, en la ONU, se hablará de inmigración en un diálogo a alto nivel para hacer un análisis de la situación mundial. El binomio migración y desarrollo forma parte de la agenda global.
La ONU nos da algunos datos y dice que la inmigración a nivel mundial aumentó constantemente entre 2000 y 2010, mientras que ha disminuido entre 2010 y 2013.
Cabe destacar que la migración ha aumentado aún más entre los países sur-sur (de Indonesia hacia Malasia, de Senegal hacia Costa de Marfil) respecto a la que va del sur hacia el norte (EEUU, Europa, etc). El número es prácticamente igual en los dos hemisferios. Los inmigrantes que nacieron en el sur del mundo y que viven en el sur del mundo son más de 82 millones. Los inmigrantes que nacieron en el sur del mundo y que viven en el norte del mundo son poco menos de 82 millones. Hay como un reequilibrio global: el mundo cambia y las condiciones de vida de países históricamente pobres mejoran, atrayendo así a inmigrantes. ¿Y Europa? En este contexto debe replantearse su papel. En el último informe anual sobre la situación de la inmigración y del asilo la Comisión se plantea incluso el problema de cómo retener a los inmigrantes y, especialmente, a aquellos que han estudiado en los países europeos, y aún más explícitamente se plantea el problema de cómo atraer a los inmigrantes. Eso es válido también para Italia, que cada vez más ve cómo los hijos de los inmigrantes –sobre todo asiáticos– se van porque los padres los envían a estudiar a lugares donde se enseña inglés.
Europa debe encontrar la valentía de hacer un paso hacia delante y decir nuevamente: "Bienvenidos". Con normativas concretas que faciliten la entrada, la permanencia y la integración.
Tal vez ha llegado el momento de pensar en una nacionalidad europea a través de una ley europea sobre nacionalidad, un pasaporte europeo que permita realmente la libre circulación a los europeos y a los ciudadanos no comunitarios pero que son residentes desde hace mucho tiempo. Hoy ya son más de 50 millones, los ciudadanos de origen extranjero que viven en los países europeos.
Todos los documentos internacionales y europeos hablan de la inmigración como un recurso para los países que acogen y para los países de origen. Creo que eso es muy cierto. Hay que trabajar, hay que tener valentía y esperanza para que la actitud de los hombres y de los estados cambie. Hay que salir, en definitiva, de un bloqueo consolidado que parece haberse convertido en algo estructural. Hay que salir –también los países ricos– como hizo el anciano Abrahán. En el libro del Génesis leemos que "el Señor dijo a Abrahán: Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición". Abrahán es la figura del migrante. Pero creo que en un cierto sentido puede considerarse también la figura de los europeos. Acoger, sostener, ayudar es en un cierto sentido encontrar la valentía de salir e ir hacia una tierra y una vida desconocida y bendita. Abrahán tenía 75 años cuando se fue hacia nuevos horizontes. La "vieja" Europa –como alguien la ha definido– puede ir con valentía hacia una nueva acogida, una nueva solidaridad y una nueva integración.