Me llamo Edith Dunia Daliwonga y vengo de la República Democrática del Congo, de la región de los Grandes Lagos africanos que ha conocido una terrible guerra, con una serie interminable de violencias que todavía continúan, sobre todo contra los más débiles: las mujeres, los niños y los ancianos. Nací en 1985 en Bukavu. Tenía 9 años cuando se produjo el genocidio ruandés y a partir de 1994 crecí en un clima de guerra y de violencia. Se podría decir que pertenezco a una generación que ha conocido casi solo la guerra y la violencia, en otras palabras, una generación perdida y sin esperanza. De hecho sin la paz no hay futuro y no hay esperanza. La guerra y la violencia para los hombres son como una tormenta. ¡Qué fácil es naufragar! Solo nos podemos salvar juntos, sin abandonar a nadie a su destino de violencia y de pobreza. No hay que abandonar a África.
Por eso para nosotros, jóvenes africanos, Sant’Egidio lleva el nombre de la paz y de la esperanza; y yo doy las gracias enormemente a la Comunidad por su trabajo en África. Es un signo que nos recuerda que Dios no nos ha olvidado y que siempre hay un futuro si empezamos a vivir para los demás. En la comunidad crecí junto a muchas personas que no son de mi país ni de mi etnia: ruandeses, burundeses, ugandeses, todas las etnias mezcladas, africanos y europeos juntos… Aprendí a superar los prejuicios y a entender que estamos destinados a vivir juntos y que la violencia y la separación no son nuestro futuro.
Durante estos días, aquí en Múnich, he visto que el mundo puede cambiar. Aquí hay una nueva visión: nosotros somos distintos y provenimos de todas las partes del mundo, pero hemos demostrado que se puede vivir unos junto a otros y no unos contra otros. Hoy tengo una gran alegría. Nace de estos tres días durante los que he aprendido a mirar al otro y a considerarlo un don de Dios, indispensable para vivir juntos y construir el futuro.