Señor Presidente de la República Federal,
Ilustres representantes de las Iglesias cristianas y de las grandes religiones mundiales,
Eminencia cardenal Marx,
Distinguidos invitados,
Queridos amigos,
les doy las gracias por su participación en este encuentro. Doy las gracias al señor Presidente de la República Federal que nos honra con su presencia y sus palabras..
En la emocionante conexión con Nueva York hemos recordado el 11 de septiembre. Hemos revivido aquella tragedia, y también la compasión global de aquellos momentos. Alguien dijo: “todos somos americanos”. Hubo una enorme simpatía por los americanos que sufrían: fue un día de globalización espiritual.
El 11 de septiembre de 2001 abría de manera trágica el siglo XXI.
Vimos con claridad que el terrorismo es la forma más sucia de violencia. Sin embargo, muchos interpretaron aquel trágico acontecimiento como la confirmación de una interpretación de la historia: la realidad era un conflicto permanente entre civilizaciones y religiones, en particular entre islam y Occidente. Eso afirmaban. En estos diez años se ha desarrollado una cultura generalizada del conflicto.
En el marco de dicha cultura, el diálogo parecía una peligrosa ingenuidad. Se ha rehabilitado la guerra como instrumento para afirmar el derecho, para defenderse, luchar contra el terrorismo. Ya existían varios conflictos abiertos, como el que hay entre palestinos e israelíes (herida que provoca sufrimientos desde hace más de sesenta años a dos pueblos de Oriente Medio). El terrorismo ha dejado sentir su mano vil muchas veces en los últimos diez años. Se ha generalizado una cultura del conflicto, como si fuera una respuesta natural a un mundo que se creía a merced del choque de civilizaciones.
Se ha desmentido la esperanza de paz, consagrada por los acontecimientos del 89 en Europa. El 89 fue la victoria pacífica y no violenta de la fuerza de la libertad: pienso en la reunificación de Alemania, en la liberación de Polonia y del Este. En las postrimerías del sangriento siglo XX, el mundo, cansado del equilibrio del terror, parecía dirigirse hacia un orden de paz. En África, en América Latina, en Asia se habían producido transiciones pacíficas hacia la democracia. En 1986 Juan Pablo II, todavía durante la guerra fría, convocó a los líderes religiosos a Asís para orar por la paz, insistiendo en el vínculo entre las religiones y la construcción de la paz.
Después del 11 de septiembre, muchos aplaudieron el conflicto. Los terroristas no lo rechazaban. Bin Laden, en un mensaje de amenaza, decía: “ellos quieren el diálogo, nosotros la muerte”. La cultura del conflicto expresaba los miedos y las angustias de un mundo globalizado, desarraigado, amenazado en varias partes: parecía proteger. El espíritu de Asís pareció una utopía.
No hace falta insistir en los resultados políticos que ha tenido invertir en fuerza. Entre Afganistán, Irak y Pakistán yacen sobre el terreno 130.000 civiles muertos y varios miles de militares. El espíritu de desconfianza y antagonismo ha crecido entre los pueblos, mientras que los intercambios y los mercados se globalizaban. Pero no crecía el sentimiento global de pertenencia común a la familia humana. Extraño: el mundo global está muy fragmentado, no tiene conciencia global. Al contrario, se han creado peligrosos fundamentalismos religiosos y étnicos.
Con la grave crisis económica que hay, ha crecido un sentimiento imperioso y primordial: ¡hay que pensar en uno mismo y desconfiar de los demás! Nos hemos concentrado más en nosotros y en nuestros problemas, nos hemos hecho más indiferentes al mundo. Pero la vida de países que están lejos nos enseña mucho. Han pasado seis meses del terrible cataclisma de Japón: querría expresar nuestro aprecio y admiración por nuestros amigos japoneses que nos han emocionado con su valiente comportamiento.
Después del 89 que había exaltado la valentía de la libertada, echamos en falta la libertad del miedo, del terrorismo, de la violencia. También la libertad de la necesidad, para millones de personas que estaban en la miseria, después del fracaso de los objetivos del Milenio, uno de los cuales es la reducción de la pobreza. Más bien, el número de refugiados, desplazados y emigrantes ha aumentado, planteando nuevos problemas que no pueden esperar. No pienso solo en los que hay en Europa, sino también en los tantísimos desplazados y refugiados internos que hay dentro del continente africano.
Estos diez años nos legan por desgracia un mundo más angustiado. Ha crecido la cultura del conflicto, entre otras cosas por el aumento de la violencia difusa en varios países del mundo, fruto de luchas políticas, de mafias y de criminalidad. Una violencia difusa que a veces asume el aspecto de una guerra civil. ¿No habremos perdido años preciosos?
Después de la conexión con Nueva York, queridos amigos, querríamos hoy volver a los sentimientos de simpatía y compasión global de aquel día: el espíritu de solidaridad que vivimos el 11 de septiembre. Algo intenso y verdadero como los días felices del 89 en Europa.
Si somos muchos, en Múnich, en esta décimo aniversario, lo debemos a la voluntad de revivir aquel espíritu de simpatía. El cardenal Marx, arzobispo de Múnich y Freising, ha querido invitarnos a esta ciudad hermosa y fascinante, donde también tiene un lugar la naturaleza, demostrando que esta próspera Europa tiene un fuerte interés por construir una civilización de paz. Le doy las gracias por la inteligencia y la generosidad de su invitación. Al mismo tiempo doy las gracias a la archidiócesis por su generoso trabajo y por la cálida acogida que nos han brindado. Asimismo doy las gracias a los aproximadamente quinientos voluntarios de la Comunidad de Sant’Egidio, alemanes y no alemanes, que han colaborado en la celebración de este encuentro.
No puedo saludar a todos los presentes. Recuerdo al Presidente de la República de Eslovenia, que nos honra con sus palabras y su presencia. Saludo con gran afecto y respeto a Su Beatitud el Patriarca de Rumanía, Daniel, uno de los actores espirituales de la Europa actual. Agradezco también la presencia de Su Eminencia el Exarca de Bielorrusia, Filaret, que durante muchos años ha sido muestra de la esperanza en un mundo sin esperanza. El 1 de septiembre de 1989, más jóvenes, estábamos con el metropolita Filaret en Varsovia, invitados por el querido cardenal Glemp, al que saludo con cariño. Aquel 1 de septiembre de 1989 celebramos la oración por la paz en Varsovia y percibimos la fuerza del espíritu no violento del 89 que hizo caer un régimen de hierro sin derramamiento de sangre.
Veo entre nosotros a protagonistas del movimiento de libertad que atraviesa el mundo árabe. Los saludo con simpatía, convencido de que el viento de libertad tiene un gran valor en sí mismo. Me alegra poder saludar al Presidente de la República de Guinea Conakry, valiente testigo de libertad y protagonista de la transición democrática del país, con el que la Comunidad de Sant’Egidio siente una gran proximidad. Todos los aquí reunidos, con historias y fisionomías espirituales distintas, son muestras vivas de las energías humanas y religiosas del mundo contemporáneo, que nos permite tener esperanzas para el futuro.
Después del 11 de septiembre de 2001, no fue una ingenuidad la compasión globalizada: fue sentimiento de un destino común. Una intuición profunda, que se había dispersado con el paso del tiempo y con la cultura del conflicto. Después del 11 de septiembre, Juan Pablo II quiso que los líderes religiosos volvieran a Asís para decir no al terrorismo con la oración de las religiones. Quiso que los católicos dedicaran el último día del Ramadán al ayuno para manifestar que no hay odio entre las religiones. Solo con el espíritu se puede vencer la cultura del conflicto que ha plasmado comportamientos personales y orientaciones políticas en estos diez años.
Debemos plantear, con renovada fuerza, el problema de la paz. Paz no es retórica, sino imperiosa necesidad de simpatía, de unión, de diálogo. La paz es necesidad de gente distinta que vive cerca. Paz significa fin de los conflictos abiertos. Pero paz también es construcción política: para Europa significa unión entre los países europeos en el ejercicio de una responsabilidad común en el mundo. Paz significa, en los países más pobres, libertad de la miseria. Paz significa seguridad frente al terrorismo. Paz es hacer crecer una sociedad del convivir en ciudades llenas de tensiones. La paz no es una utopía, sino realismo. Paz es una palabra elevada del vocabulario del espíritu, pero también cotidiana y necesaria como el pan.
Sí, no podemos malgastar la próxima década. Hace falta un cambio porque todos –pueblos, religiones, etnias– estamos destinados a vivir juntos desde el ambiente local hasta los escenarios internacionales. Por eso es necesario decir no al terrorismo y a todo fanatismo. Es más: cuanto más se convive, más necesario es crear un lenguaje de paz. Es un problema crucial para el siglo XXI.
Hablar de paz hoy parece un lujo durante la crisis económica. ¿La crisis hará que nos concentremos más en nosotros mismos y en nuestras sociedades? ¿Hará que seamos más antagonistas? Los más pobres pagan la crisis. Sin embargo –escribe el cardenal Marx– hace falta una “globalización de la justicia” para un orden más solidario, incluso frente a “antiguas y nuevas bandas de ladrones”.
En la actual crisis económica, las religiones pueden ayudar a cambiar la mentalidad: recuerdan que el valor de la vida no depende de la cantidad de bienestar. La felicidad es fruto de invertir en lo que no pasa. La sobriedad en el consumo libra el espíritu y abre a las necesidades de los demás. Por el contrario, la crisis económica puede hacernos humanamente y espiritualmente más miserables.
No debemos malgastar la próxima década. Existen los recursos para hacer un cambio. Aunque nadie parece ser responsable. No los dos imperios de la guerra fría. Muchos son protagonistas en un mundo multipolar. Con tantos protagonistas hace falta una cultura y un lenguaje de paz para vivir en armonía.
Hay la fuerza del espíritu. Los hombres y las mujeres del espíritu pueden hacer mucho, si toman la iniciativa, cambian su vida y pacíficamente intentan cambiar la de los demás. No todo es economía. Hay que recurrir a los recursos espirituales de la humanidad. Ese es el sentido de nuestro congreso que mira hacia la Jornada de Asís del próximo octubre que ha querido convocar Benedicto XVI. Las religiones tienen un gran cometido. En todas las religiones la paz es inseparable de Dios. Ya hace veinticinco años, año tras año, que el espíritu de Asís, la amistad entre las religiones, nos reúne en ciudades diferentes: hemos mantenido abierto el diálogo sobre temas del espíritu y de la historia, evitando que decayera cuando los puentes caían o eran bombardeados. ¡Las religiones no se pueden dejar instrumentalizar nunca más para dividir el mundo y sacralizar los odios!
De ese modo, asustado por la crisis económica, hace falta un viento que vuelva a dar vida a la esperanza y que guíe hacia la conciencia de un destino común. Las religiones demuestran que todos los hombres hacen un único gran viaje. Es una conciencia básica, simple como el pan y necesaria como el agua. Pero a veces esa conciencia se pierde en el entresijo de odios, en las perversiones de la cultura o entre los intereses en conflicto. Hay que volver a dar vida allí donde se trabaje por la unidad a la tensión unitiva, simple y básica. Religiones y culturas pueden volver a dar vida a esta conciencia básica y simple: “sed simples con inteligencia” enseñaba el gran Juan Crisóstomo.
Juan Pablo II dijo en Asís en 1986: “Tal vez nunca como ahora en la historia de la humanidad ha sido tan claro a ojos de todo el mundo el vínculo intrínseco entre una actitud auténticamente religiosa y el gran bien de la paz […] como maravilloso y entusiasmante llamamiento a seguir”.
¡Qué entusiasmante llamamiento a seguir! La paz, alimentada por el espíritu, se convierte en un lugar donde se crea unidad, encuentro, liberación de la necesidad, enriquecimiento humano y espiritual a pesar de la crisis económica. ¡Para que el mundo encuentre el entusiasmo y no desfallezca en el miedo del otro y en la angustia del futuro! Entre el choque de civilizaciones y la globalización vulgar, reducida solo a la economía, existe el gran terreno de la construcción de la unidad en la diversidad. En ese terreno nos hemos arriesgado durante veinticinco años; no nos ha decepcionado; en ese terreno queremos construir el futuro.